La festividad de San José Obrero,
instituida por Pío XII, nos viene de perlas para reflexionar sobre la
íntima conexión existente entre familia y trabajo. Desde hace algunos
años, recibo desde ciertos ámbitos (seudo)católicos reproches por tratar
en mis artículos asuntos de orden económico; y exhortaciones a tratar
cuestiones de orden moral. Pero, como nos recordaba Pío XI (Quadragesimo
Anno, 42), «aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en
su ámbito, tienen principios propios, es erróneo que el orden económico y
el moral estén distanciados y ajenos entre sí»; y Juan XXIII (Mater et
Magistra, 222) insistía en lo mismo, afirmando que «la doctrina social
de la Iglesia es inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la
vida humana». Y es que, en efecto, poco sentido tendría defender la
vida y la familia si al mismo tiempo no se defendiera una concepción del
trabajo que permita a las personas criar dignamente a sus hijos y
cuidar de sus familias; pues el trabajo, según nos recordaba Juan Pablo
II, «es una condición para hacer posible la fundación de una familia»
(Laborem Exercens,10). Que hoy se puedan denunciar las lacras que
destruyen la familia sin denunciar al mismo tiempo las relaciones
económicas inicuas nos demuestra que —como ya nos advirtiera Chesterton—
las viejas virtudes cristianas se han vuelto locas.
Esta íntima conexión entre familia y
trabajo la recordaba Pío XI, al afirmar (Quadragesimo Anno, 71) que al
trabajador «hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el
sustento suyo y el de su familia»; y Juan Pablo II llegaba todavía más
lejos (Laborem Exercens, 19), abogando por la introducción del «salario
familiar», o en su defecto de subsidios y ayudas a la madre que se
dedica exclusivamente a la familia. Y, puesto que la tendencia ha sido
exactamente la contraria (es decir, salarios de miseria que apenas si
sirven para mantener a quien lo percibe, obligando a los demás miembros
de su familia a trabajar a su vez, a cambio de otros salarios de
miseria), hemos de concluir que las relaciones laborales existentes son
las que primeramente conspiran contra la unidad familiar, obligando a
cada uno de sus miembros a ganarse malamente el sustento fuera de su
casa; y las que, consecuentemente, fomentan el divorcio y la baja
natalidad (con su inevitable secuela de abortos a troche y moche), al
ligar la percepción de un salario a la subsistencia puramente
individual, nunca a la cobertura de las necesidades familiares. Así,
puede concluir Pío XI (Quadragesimo Anno, 132) que las «bajas pasiones»
que han favorecido estas relaciones laborales inicuas son «raíz y origen
de esta descristianización del orden social y económico, así como de la
apostasía de gran parte de los trabajadores que de ella se deriva».
La restauración de un orden social y
económico cristiano sólo podrá lograrse, nos recuerdan incansablemente
los Papas, a través de una «reforma de las costumbres». Pero tal reforma
debe realizarse en un doble plano, personal e institucional: pues de
poco vale que las personas se esfuercen en formar familias cristianas si
las instituciones jurídicas y políticas favorecen unas relaciones
económicas descristianizadas, fomentando un régimen de trabajo que «crea
obstáculos a la unión y a la intimidad familiar» (Quadragesimo Anno,
135). Denunciar una doctrina económica apartada de la verdadera ley
moral es, en fin, tan obligatorio para un católico como denunciar las
agresiones a la familia; entre otras razones porque ambas denuncias son
la misma. A no ser, claro está, que queramos convertirnos en católicos
esquizofrénicos que enarbolan virtudes que se han vuelto locas. Que San
José Obrero nos libre de esa tentación.
Autor: Juan Manuel de Prada