Henry Louis Mencken, conocido como el
"Sabio de Baltimore", considerado uno de los escritores más
influyentes de los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX, periodista, crítico social y librepensador
norteamericano, decía que “un demagogo es alguien que le cuenta cosas falsas a
gente que considera idiotas (…), engatusa al personal con actitudes
cautivadoras como besar a niños, se da baños de multitudes, visita hasta el
último lugar del mapa para abrazar a indigentes y desconocidos, y sobre todo,
prometer maravillas (…)”.
De todo ello participa la
estrategia propagandista de los grupos políticos que se hacen llamar
“progresistas”. Todos ellos abusan hasta el hartazgo de palabrería y retórica
vacías; frases y palabras “talismán” lo llaman los lingüistas, palabras
talismán, porque a lo largo de la
Historia se han ido cargado de prestigio, de un prestigio tal
que nadie suele atreverse a ponerlas en tela de juicio.
Una de las más
importantes, si no la que más, de las palabras talismán es el vocablo LIBERTAD,
prestigia automáticamente todas las que se le parecen, o están relacionadas con
ella, como INDEPENDENCIA, AUTONOMÍA, CAMBIO, IGUALDAD, EQUIDAD, PROGRESO, TALANTE,
DIÁLOGO, CONSENSO… porque parece que están unidas a LIBERTAD… Todas ellas se
utilizan con intención de manipular, para influir sobre quienes las leen o
escuchan, y se utilizan con una ambigüedad calculada… obviamente, la intención es la de confundir, “convencer” y tener realmente un efecto
anestésico en los ciudadanos; o como poco sembrar la resignación, la aceptación
de la mediocridad imperante como algo soportable. En ello es especialmente
hábil y experta la izquierda.
Los vocablos talismán
enceguecen, emboban; las palabras talismán tienen la capacidad de teñir a las
palabras que las circundan con su aura de claridad, con su "rico
perfume"… pero sobre todo inhiben toda clase de revisión crítica.
Otra expresión
considerable como “talismán” es la palabra “igualdad”, todo progre que se
precie, que tenga intención de hacer carrera política está obligado adornar su
discurso con la susodicha palabra; parece como que sus asesores de imagen les
inculcaran que si no la usan, hasta aburrir, corren el riesgo de suicidarse
política y socialmente.
¿Y qué pretenden decir
exactamente con la palabra “igualdad” si “la
igualdad” no existe? La igualdad, valga la redundancia, es una cosa infrecuente
en el mundo en el que vivimos en todos los niveles o escalas, desde el atómico,
o subatómico, al animal, pasando
por el celular… El uso de la palabreja, reiterada de manera machacona en
realidad lo que pretende es camuflar el afán uniformador y totalitario de
quienes creen en la supremacía del Estado sobre el individuo, de quienes
pretenden reducir a la persona a simple miembro de una colectividad,… hablo del
profundísimo cinismo de quienes poseen un ferviente deseo, un vehemente anhelo
“igualitarista” en lo moral e ideológico, una grandísima obsesión por la
uniformidad, que les lleva entre otras cosas a arrogarse la potestad exclusiva
de educar al ciudadano, negándole a las familias ese derecho.
Evidentemente
ese aparentemente inocuo “igualitarismo” está absolutamente reñido con la
igualdad que proclama la Constitución Española de 1978, en la que se habla
de igualdad legal, de no discriminación por ninguna clase de circunstancia, y
en la que se proclama que la promoción social, profesional o de cualquier clase
debe de estar siempre basada en la capacidad y el mérito.
De ese “igualitarismo totalitario y liberticida” deriva
lo que la progresía llama discriminación positiva, que no es ni más ni menos
que, la manera “postmoderna” de imponer las políticas igualitarias que defiende
el socialismo.
Como cualquier otra acción que se emprenda con el
objetivo de conseguir “igualar” a los miembros de un grupo social concreto, la
denominada“discriminación positiva” es intrínsecamente coactiva, y por tanto un
ataque a la libertad individual; pero, no podemos olvidar lo más importante
–por ser especialmente grave- es también un absoluto menosprecio a las
capacidades de los seres humanos, de sus riquezas, es ignorar la tendencia
natural de los humanos a la diversidad, frente a la uniformidad… Uniformidad
que inevitablemente es sinónimo de mediocridad, precarización, empobrecimiento.
Calificar de “positivo” lo que cualquier diccionario
define como negativo, tiene como objetivo evitar el rechazo de las personas
“educadas”, aparte de darle un barniz de ética al asunto. Aunque sus
partidarios no oculten que aunque “positiva” sigue siendo“discriminación” (en
español lo correcto sería denominarlo “trato preferente, o trato de favor”). Su
intención no es otra que la de convencernos de que “el fin justifica los
medios”, pues se trata de saldar una deuda con gente desfavorecida, maltratada,
discriminada, y de que… para tan noble causa es legítimo incluso perjudicar a
otros individuos.
La razón principal que esgrime gente tan bienintencionada
y filantrópica, los partidarios de la discriminación positiva, es que la Sociedad tiene pendiente
de saldar una “deuda histórica” con las personas pertenecientes a determinados
grupos sociales debido a que, en algún momento de la Historia sus ancestros
fueron discriminados, sojuzgados, esclavizados, violentados, privados de sus
derechos… Y como consecuencia de tal “discriminación negativa” sus actuales
descendientes son merecedores del derecho a ser compensados, a resarcirse del
daño que se le causó a sus antepasados, mediante la reserva en la actualidad de
cupos, cuotas, en las prestaciones y servicios que el Estado “del bienestar” proporciona
a los ciudadanos, ya sea en la educación, en la sanidad, en la administración
de justicia, en el acceso al mercado laboral o cualquier otro ámbito.
Obviamente será el Gobierno el que decida (teniendo en
cuenta siempre la posible rentabilidad electoral de la “acción positiva”, que
es otro eufemismo usado para enmascarar el trato de favor a determinadas
minorías…) qué sector de la población es digno de recibir tales beneficios.
Las políticas de discriminación positiva (affirmative
action) no es que no hayan tenido el efecto esperado por sus defensores, y no
hayan solucionado los problemas que pretendían resolver, sino que, en la
mayoría de los casos, han perjudicado a sus destinatarios. En este sentido,
merece la pena leer las reflexiones que hace Thomas Sowell en su muy
interesante libro “La discriminación positiva en el mundo”. Thomas Sowell, un
liberal de raza negra, analiza lo que apenas nadie se atreve ni a nombrar –por
la dictadura asfixiante de lo políticamente correcto- y por supuesto argumenta
con estadísticas y enésimos ejemplos.
Las políticas de discriminación positiva se fundamentan
en una mezcla de mala conciencia, por las tropelías supuestamente cometidas por
nuestros ancestros; la corrección política, que los medios de información y
demás trovadores divulgan con enorme pesadez, y una intención clara de
ingeniería social, de “rediseño social”. Los partidarios de políticas de
discriminación positiva, en su afán totalitario e intervencionista, quieren
destruir la actual sociedad y construir una nueva a la medida de su “utopía
bienintencionada”, porque lo último que desean es que los seres humanos,
libres, elijan actuar por sí mismos.
Estamos hablando de puro paternalismo: estamos hablando
de gente totalitaria, que se caracteriza por su desconfianza en el libre actuar
de las demás personas, considerándolas poco menos que estúpidas e incapaces, y
están plenamente convencidos de que deben ser guiadas y dirigidas; en la idea
de que “no se las puede dejar solas” (ésta es una idea que comparten las
dictaduras diversas) que se las debe “proteger” y “ayudar” en todo (incluso en
contra de su voluntad) con mil leyes que les digan qué comer y qué no comer,
cómo y con qué se han de drogar-estimular, cómo se ha de hablar (imponiendo un
lenguaje “socialmente correcto”) cómo y cuánto trabajar o cómo emprender, cómo
hacer el amor, cómo educar a los hijos, qué estudiar, las enfermedades que
deben tener, e incluso cómo se ha de “ligar”,“coquetear”, etc. esta gente
totalitaria, erigida en nuevos gestores de la moral colectiva, arrogándose una
sapiencia fuera de lo común, piensan que, la sociedad no sabe organizarse por
sí misma, y necesita de sus directrices.
El problema de la soberbia y la arrogancia intervencionista
es que siempre, de manera inevitable, tiene que acabar haciendo frente a la
dura y tozuda realidad. Las leyes se aprueban con la intención de aplicarlas a “sociedades
en abstracto” (distorsiones resultantes de filtrar la realidad a través de
determinadas ideologías), pero acaban afectando a los individuos que las
componen. Así, por ejemplo, quienes aprobaron la denominada “paridad”, como la
mejor manera de aumentar el número de miembros de un determinado sexo en
ámbitos de poder, o trabajos en los que tradicionalmente las mujeres son
minoría, acabarán llegando a la conclusión de que algunos (no pocos) varones
mejor preparados que algunas mujeres, terminarán quedándose sin plaza… Esos
hombres/varones no participarán de la llamada ideología patriarcalista, ni
serán culpables de lo que supuestamente hicieron sus tatarabuelos; pero, sin
embargo, van a pagar los platos rotos. En resumen: quienes promueven políticas
de discriminación positiva pretenden poner solución a injusticias pretéritas,
mediante injusticias presentes…
Pero aún hay más: los supuestos beneficiarios son en
última instancia los más perjudicados, y eso por no hablar de los graves
disturbios que suelen provocar estas medidas de discriminación institucional,
que en muchos lugares del planeta se han cobrado miles de víctimas (en España,
sin ir más lejos, la aplicación de la denominada “Ley Integral contra la Violencia de Género”,
plasmación de la “discriminación positiva” en ámbito judicial, con el noble
pretexto de “proteger a las mujeres”, ha traído como consecuencia la detención
y el procesamiento indiscriminados de cientos de miles de hombres –más de un
millón y medio tras su puesta en vigor el día de los Santos Inocentes de 2004-
ocasionando más y mayores problemas que los que supuestamente se pretendían
solucionar… y, ni que decir tiene que las supuestas beneficiarias de tales
medidas de discriminación positiva, siguen estando en situación tan o más
vulnerable que en la que se encontraban antes de la aprobación de tan perversa
ley…).
Las políticas
igualitaristas y de discriminación positiva no provocan otra cosa,
generalmente, que un enorme resentimiento social. Cuando el poder político
promueve medidas de discriminación positiva (lo cual hace por puro
electoralismo, favoreciendo a un grupo social fácilmente identificable para
conseguir el apoyo de sus miembros en futuras citas electorales) acaba
corrompiendo moralmente a la sociedad, pues se acaba propagando la idea de que
es legítimo reivindicar la compensación de un determinado agravio pretérito, en
lugar de preocuparse de labrar su futuro confiando en sus posibilidades, en
igualdad de oportunidades con el resto de sus semejantes.
Es innegable que han sido muchas las minorías a las que
se ha privado del acceso a la igualdad de oportunidades, unas veces por
prejuicios racistas, otras ideológicos, o por motivos religiosos; pero la
solución no pasa por rebajar la nota mínima de acceso a la universidad, o
engordar las calificaciones de determinados estudiantes, o crear tribunales
especiales para juzgar a los hombres –varones- de manera exclusiva, o
castigarlos con penas más severas cuando incurren en los mismo “ilícitos
penales” que las mujeres, o privarlos del derecho constitucional a la
presunción de inocencia. De estas y otras maneras sólo se consigue perjudicar a
buena parte de los miembros de las minorías que se pretende proteger, y se
fomenta un sentimiento de discriminación entre quienes se han visto tratados
injustamente…
Dar trato de
favor, beneficiar a los miembros de un grupo social, sea por su color de piel,
sea por su sexo, sea por la circunstancia personal que fuere, significa que no
se confía en que los integrantes de ese grupo sean capaces de progresar por sí
mismos, si se les da las mismas oportunidades que al resto de la población.
Al igual que el racismo no se combate con racismo, la
misoginia no se combate con misandria. Resulta especialmente llamativo que no
haya generalmente ningún político que acepte debatir sobre los efectos
perjudiciales de la perversa discriminación positiva; si hablan de ello, lo
hacen para proclamar la necesidad de aumentar las medidas de discriminación,
con el objetivo de solucionar un problema que las medidas de discriminación
positiva no han hecho más que agravar.
Y, no se olvide una cosa: Los males ocasionados por las
generaciones que nos precedieron en siglos pasados, hágase lo que se haga
seguirán siendo males, da igual lo que se haga en el tiempo presente…
Autor: Carlos Aurelio Caldito Aunión
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