Mientras la propaganda gubernativa se dedica a
repetir machaconamente, hasta arrasarnos las meninges, que la
«recuperación económica», cual nuevo mesías, ha llegado, los aguafiestas
de Cáritas nos recuerdan que la pobreza sigue creciendo en España.
El informe de Cáritas ha provocado las iras gubernativas, que lo juzgan
«provocador»; y, en efecto, es un informe que provoca la nefasta manía
de pensar. ¿Cómo es posible que crezca la pobreza se pregunta el
provocado si por primera vez en muchos años se reduce el paro y crece la
contratación de trabajadores?
La respuesta es bien sencilla: las
condiciones del trabajo que se crea son cada vez más oprobiosas (¡pero
legalísimas, oiga!) y su remuneración, cada vez más rácana. En esto ha
consistido la llamada «flexibilización del mercado laboral», que según
se nos dijo con cínica perversidad iba a «favorecer la contratación»;
que es como decir que el divorcio favorece el matrimonio. ¡Y tanto que
lo favorece, como que de un divorcio pueden salir dos matrimonios
traspillados! Y lo mismo ha ocurrido con esta «flexibilización del
mercado laboral», que de un puesto de trabajo ha sacado dos remunerados
indecorosamente. Pero no quisiéramos arrojar sobre las espaldas
enclenques de nuestros actuales gobernantes toda la responsabilidad del
desaguisado: a fin de cuentas, solo son lacayos al servicio de fuerzas
económicas que fueron desembridadas hace mucho tiempo; y, además, su
flexibilización no es sino un paso más (¡progresando siempre!) en la
depauperación del trabajo, convertido en mero instrumento de producción,
que se inicia con los Pactos de la Moncloa, en los que se
institucionalizó el contrato temporal y el despido libre, se recortó el
poder adquisitivo de los salarios y se sentaron las bases del modelo
sindical pesebrero.
Desde que aquellos infaustos Pactos
de la Moncloa, todos nuestros gobernantes han seguido depauperando
(¡toma consenso democrático!) las condiciones del trabajador, lo mismo
socialistas que conservadores, hasta llegar a la circunstancia presente,
en la que los trabajadores españoles cobran la mitad que franceses o
alemanes, aunque los precios sean aproximadamente los mismos (¡toma
unión monetaria!). Y, mientras los sucesivos gobiernos
consumaban esta fechoría, han ido entreteniéndonos con diversas
golosinas inanes, «ampliando derechos», para que nos consolemos de
nuestra laceria hociqueando en la cochiquera; y tupiéndonos la cabeza de
morralla ideológica, hasta convertirnos en carnaza para la demogresca
(¡y con conexión al interné, oiga, para que podamos tuitear exabruptos y
nos quedemos relajadines!).
«Si acaeciese alguna vez que el
obrero, obligado de la necesidad o movido del miedo de un mal mayor,
aceptase una condición más dura, que contra su voluntad tuviera que
aceptar por imponérsela absolutamente el amo o el contratista, sería eso
hacerle violencia, y contra la violencia reclama la justicia», escribía
León XIII en Rerum novarum (¡pero ese era un papa preconciliar, oiga!).
Con esa necesidad y ese miedo ha jugado la «flexibilización del mercado
laboral»; con esa necesidad y ese miedo cuentan las nuevas condiciones
de contratación, que empujan al trabajador a aceptar salarios indignos,
por temor a quedarse en el paro y sabiendo que, detrás de él, hay otros
cien dispuestos a recoger «las hierbas que él arrojó».
Utilizando esa necesidad y ese miedo se hace, en efecto, violencia
contra el trabajador; pero ¿qué justicia puede invocarse contra esa
violencia, aparte de la divina? ¿Qué justicia se puede esperar de unas
oligarquías políticas que, dejando a un lado sus aspavientos y
jeremiadas, se han mostrado durante décadas muy solidariamente concordes
en la depauperación de las condiciones de trabajo? ¿Qué justicia se
puede esperar de unos sindicatos pesebreros, enfangados de corrupción
hasta las cachas? ¿Qué justicia se puede esperar de unos jueces
con sus negociados de izquierdas y de derechas (¡no se burle del
asociacionismo judicial, oiga!) que, además, no pueden hacer otra cosa
sino aplicar leyes que han sido elaboradas para revestir de
respetabilidad la violencia que se prevale de la necesidad y el miedo?
¿Qué justicia, en fin, de unas instituciones europeas y supranacionales
al servicio de la plutocracia, que no viven sino para ordenar a los
gobiernos que se flexibilicen todavía más los mercados laborales?
Autor: Juan Manuel de Prada
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