El hombre de nuestra época persigue la
felicidad como si de una fórmula química se tratase; pero esa
persecución se salda siempre con un fracaso, o en el mejor -peor- de los
casos con un sucedáneo de «bienestar» que anestesia fugazmente su dolor
de vivir. El hombre de nuestra época, al expulsar a Dios de su
horizonte vital, se ha convertido en un ser amputado y, por lo tanto,
infeliz; pues sin Dios no hay comunión verdadera entre los hombres; y
sin comunión verdadera no puede haber fiesta, sino depresión y congoja,
aunque sean disfrazadas de algarabía y atracón de mazapanes. Los
mazapanes, cuando falta Dios, son como las algarrobas de los puercos que
tuvo que comerse el hijo pródigo de la parábola.
Nos disponemos a celebrar en estos días
que Dios se hace carne, que es una locura de proporciones desafiantes.
¿En qué cabeza cabe que un Dios invisible e incorpóreo, omnipotente y
glorioso, tome cuerpo y alma de hombre en el vientre de una humilde
mujer, para después pasearse entre los hombres? Chesterton calificaba la
Navidad, con razón, de «trastorno del universo»; y casi nos
atreveríamos a añadir que es también un «trastorno de Dios», pues
semejante cosa sólo puede caber en la cabeza de un Dios loco. Loco de
amor por el género humano, tan loco de amor que desea acompañarlo
incluso en la locura de su desamor. Haciéndose carne y sangre, Dios
quiere reparar la deslealtad del hombre, que un día le volvió la
espalda, y cargar sobre sí con las consecuencias de esa deslealtad, que
son el dolor y el sufrimiento, mostrándonos, además, que nunca más el
dolor y el sufrimiento serán estériles. Porque el misterio de la Navidad
es la suma de todos los misterios de la fe: Dios asume la fragilidad
humana, cuyo destino aparente es la muerte; y, a la vez, hace partícipe
al hombre de la naturaleza divina, enseñándole que ese destino no es
definitivo, que después de la muerte viene una resurrección, que no es
sólo del alma, sino también de la carne. Dios quiso padecer en la carne
los sufrimientos de los hombres y morir entre tormentos, como lo haría
el más desdichado de los hombres, porque quería salvar no sólo nuestras
almas, sino también nuestros cuerpos, nuestra carne sometida a mil
achaques y padecimientos, nuestra carne que en esta vida está encadenada
a la decrepitud, pero cuyo destino último es la gloria.
A esa locura de amor la llamamos Navidad;
y no podemos adentrarnos en su intimidad sin la ayuda de María, cuyo
vientre sirvió de morada a tal trastorno divino. Dios quiso, además,
nacer en la mayor pobreza, para compartir desde el primer instante las
penalidades de nuestra existencia terrenal; y para recordarnos que, aun
en las mayores penalidades, es posible la felicidad más completa. Pero
esta felicidad de saber que Dios se mete en las entrañas de nuestra
frágil humanidad no debe hacernos olvidar que la Navidad fue también el
comienzo de una guerra sin cuartel. Chesterton nos recuerda que las
campanas de Navidad suenan con el estrépito de cañonazos. En el relato
evangélico, junto a la alegría de los pastores y los magos, descubrimos
la ira de Herodes, que ordena matar a los inocentes. La nueva alianza de
Dios con el hombre se gesta en el vientre de una mujer; y el vientre de
la mujer se convierte así en el epicentro de una batalla
encarnizadísima que, dos mil años después, sigue cobrándose miles de
víctimas inocentes. Recordemos en estos días a los niños que no
podrán renovar el misterio de la Navidad, porque serán asesinados en el
vientre de sus madres. Nuestro recuerdo será el más bello villancico.
Autor: Juan Manuel de Prada
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